Tras la incursión en el capítulo 6º del evangelio de Juan, este domingo se reanuda la lectura del evangelista de este ciclo B, san Marcos. Nos encontramos en el capítulo siguiente a donde se dejó hace cinco domingos, el séptimo. La liturgia nos presenta tres trozos de este capítulo, saltándose seis versículos entre uno y otro.
Jesús y sus discípulos acaban de llegar a la comarca de Genesaret (6,53), cerca de Cafarnaúm, en Galilea, al norte de Palestina. Ahí se presentan unos fariseos y unos escribas venidos de Jerusalén, en Judea, al sur de Palestina.
El problema surge cuando éstos ven que "algunos discípulos (de Jesús) comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos" (v. 2). Para ellos, no es sólo una cuestión de higiene, sino de pureza (un tema frecuente en este evangelio): «¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras?» (v. 5).
Jesús sienta cátedra al respecto: «Escuchad y entended todos: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre» (v. 15). Lo que se vive en el corazón es lo que determina que una persona sea pura o impura, siendo el corazón para ellos la sede de las decisiones, no como para nosotros la sede de los sentimientos: lo que la persona decide vivir es lo que determina su santidad.
Además, Jesús aprovecha para denunciar a los escribas y fariseos en una perversión de su relación con Dios: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres» (v. 8). Les aplica una cita del profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos” (Isaías 29,13).
Es una grava acusación, porque la relación con Dios es solo aparente ("con los labios", no con "su corazón"), es "un culto vacío", dejan de lado su voluntad, su mandamiento; en cambio, bajo esa apariencia de algo de Dios (una cuestión de "impureza") , en realidad están "aferrados" a preceptos y tradiciones que no vienen de Dios (como la cuestión del lavado de manos -Jesús pone otros ejemplos en este capítulo que no salen en la lectura de la misa-), sino que han sido establecidas por los hombres.
En la primera lectura de la misa, Dios exige que se cumplan sus mandatos sin quitar ni añadir nada: "No
añadáis nada a lo que yo os mando ni suprimáis nada" (Deuteronomio 4, 2)